La pesca industrial de krill antártico se ha intensificado desde mediados de los 2000, con Noruega y China a la cabeza de una actividad que combina alta tecnología, intereses geopolíticos y presión sobre un ecosistema clave del océano Austral.
Desde mediados de la década de 2000, la actividad industrial en el Mar Antártico ha dado un salto cualitativo y cuantitativo. Compañías noruegas han protagonizado una expansión sostenida en la extracción de krill antártico, un diminuto crustáceo que, pese a su tamaño, sostiene una de las cadenas tróficas más complejas del planeta. Solo en 2023, Noruega concentró casi el 67 % de las capturas globales —unas 285 132 toneladas de un total de 424 203—, mientras China aportó otro 17 %.
Esta consolidación del dominio pesquero se apoya en una flota altamente tecnificada, donde destacan embarcaciones factoría capaces de procesar krill en altamar y descargarlo procesado en puertos como Montevideo, desde donde se redistribuye como aceite, harina o suplementos destinados al mercado global.
En los últimos años, el transbordo en fiordos y bahías de la península Antártica, así como en enclaves estratégicos del Atlántico Sur —como las Islas Orcadas del Sur y las Malvinas— ha registrado un crecimiento sostenido, particularmente en lo que respecta a buques de carga. Naves como el carguero a granel Fortunagracht o el transporte de cargas refrigeradas Taganrogskiy Zaliv son solo algunos de los nombres que se repiten con frecuencia en estas operaciones logísticas de creciente intensidad.
Paralelamente, los buques abastecedores de combustible, como el Sealion y el Jason, se han convertido en actores habituales en estas rutas.
Ambos son viejos conocidos tanto para la Armada Argentina como para la Prefectura Naval Argentina, debido a sus reiteradas maniobras de aprovisionamiento —carentes de los controles pertinentes— a embarcaciones extranjeras que operan al borde de la milla 200, en el límite de la Zona Económica Exclusiva Argentina. Estas operaciones, que se desarrollan desde hace ya más de una década, suelen encontrar sus puntos de apoyo logístico en puertos como Montevideo o el propio Puerto Argentino, lo que suma una dimensión geopolítica delicada a una práctica ya de por sí compleja.
China, por su parte, ha ampliado de forma notoria su presencia en la región. En 2023, al menos 14 nuevos buques de bandera china fueron autorizados por la Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCAMLR), y su buque insignia, el Fu Yuan Yu 9199 recientemente puesto en operaciones en mayo de 2025 con 139 metros de eslora, 24 de manga, 12.500 HP, 138 tripulantes y capacidad para procesar hasta 1 000 toneladas de krill por día. (Ver características).
El caso de Noruega, con una flota de altísimo nivel procesador, generando diariamente importantes volúmenes de aceite de krill con una de las flotas más modernas tecnológicamente hablando, en sus buques Antarctic Sea, Saga Sea, Antarctic Endurance entre otros, alternando operaciones de pesca en Islas Orcadas del Sur y en la península Antártica como la marea que aun desempeña y se ilustra en la imagen siguiente.
Esta dinámica ha disparado las alarmas de biólogos marinos y organizaciones ambientalistas que advierten sobre una presión sin precedentes sobre un ecosistema ya tensionado por el calentamiento global y la pérdida de hielo marino.
El krill antártico, (Euphausia superba), representa mucho más que una biomasa explotable. Es el fundamento de la vida en el océano Austral: sin él, ballenas, focas, pingüinos y muchas especies de peces australes perderían su principal fuente de alimento y proteínas. La disminución de su densidad, particularmente en zonas clave como la península antártica, genera impactos directos y documentados. Durante las temporadas 2021–2022 se registraron ballenas jorobadas muertas, algunas enredadas en redes de pesca industrial de media agua cuyo objetivo es la captura de krill, mientras que investigaciones recientes advierten signos de estrés reproductivo en hembras y alteraciones en las rutas migratorias.
Aunque la biomasa estimada ronda los 379 millones de toneladas, su distribución no es uniforme, y la pesca se concentra en cortos periodos y áreas específicas, lo que amenaza reservas locales esenciales para depredadores naturales. A este escenario se suma el cambio climático, que reduce las superficies de hielo flotante necesarias para el ciclo de vida del krill. El resultado es una convergencia de amenazas que se agravan mutuamente: el clima limita su regeneración, y la pesca reduce sus existencias antes de que puedan recuperarse.
La Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCAMLR), principal organismo encargado de regular esta actividad, establece una cuota global de 620 000 toneladas anuales, distribuidas en cuatro zonas de captura con topes zonales. Sin embargo, sus capacidades regulatorias enfrentan crecientes tensiones políticas. China, apoyada de forma consistente por Rusia, ha bloqueado propuestas para crear nuevas áreas marinas protegidas y ha rechazado medidas como la Resolución CCAMLR Nro.51‑07/2023, que buscaba limitar la pesca en regiones sensibles. Para muchos analistas, estas decisiones no responden únicamente a razones pesqueras, sino a estrategias más amplias de proyección geopolítica y consolidación de presencia en territorios estratégicos del sur global y cercanas a islas estratégicas como al suelo Antártico.
En paralelo, Noruega ha respaldado ciertas iniciativas de conservación, pero su posición es ambivalente. Su rol como principal actor extractivo contrasta con su imagen de país promotor de la sostenibilidad. Esta dualidad ha sido objeto de cuestionamientos, sobre todo cuando las prácticas industriales se maquillan bajo compromisos voluntarios o declaraciones sin mecanismos de verificación independientes.
La desconfianza también ha alcanzado a los espacios técnicos. Científicas como Helena Herr de la Universidad de Hamburgo, Alemania, han renunciado a paneles asesores vinculados a la industria, denunciando una narrativa de sostenibilidad superficial y una manipulación interesada de los datos científicos en sendos informes de altísimo valor científico y biológico. Cuestionan, entre otras cosas, la fiabilidad de las estimaciones de biomasa y la falta de transparencia en la toma de decisiones. Paralelamente, organizaciones no gubernamentales y proteccionistas, denuncian que los buques factoría han desatado una carrera de pesca sin control real, y su intervención en 2024 fue clave para evitar el aumento de cuotas en el seno de la CCAMLR.
Pese a ello, algunos sectores industriales han anunciado acuerdos voluntarios para evitar la pesca en zonas ecológicamente sensibles, aunque se trata de avances fragmentarios y de cumplimiento no obligatorio. La tensión entre intereses extractivos, objetivos científicos y compromisos conservacionistas sigue sin resolverse.
Lo que alguna vez fue una actividad secundaria, orientada a nichos de mercado como la nutrición funcional y con los desechos, alimento de altísimo nivel proteico para la acuicultura, hoy se perfila como una industria con potencial de expansión global. Pero su crecimiento implica costos considerables. En términos ecológicos, la disminución del krill altera los flujos de nutrientes, interrumpe redes alimentarias y podría precipitar colapsos locales. En términos climáticos, se reduce la capacidad de captura de carbono del océano y se incrementan las emisiones asociadas a la pesca industrial, que llegan a ser seis veces mayores que las de otras pesquerías, como la de anchoveta en Perú. En términos políticos, se profundiza la fractura entre los países que abogan por una regulación estricta —como Estados Unidos, la Unión Europea y Australia— y aquellos que priorizan la explotación como estrategia de expansión territorial y económica.
En definitiva, la pesca de krill antártico se ha transformado en un símbolo del conflicto contemporáneo entre explotación y conservación. Es también una advertencia. Mientras millones de toneladas son convertidas en cápsulas de Omega‑3 o alimento balanceado para sostener la acuicultura, el ecosistema antártico enfrenta una competencia desigual por el recurso más esencial: el alimento que sostiene la vida. En ausencia de decisiones firmes y basadas en el principio precautorio, se corre el riesgo de agotar la base misma del equilibrio antártico, sin que exista un camino claro de retorno.
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