Durante años pensamos que la elección de un lenguaje era una decisión técnica. Pero un veterano ingeniero de Google asegura que no lo es: es una cuestión de identidad. La neurociencia confirma que, cuando alguien cuestiona el lenguaje que amamos, nuestro cerebro reacciona igual que si atacaran nuestras creencias políticas o religiosas. La programación, en el fondo, también es tribal.
En teoría, escoger un lenguaje de programación debería ser un proceso racional. Se comparan variables, rendimiento, mantenimiento, ecosistema… y se toma una decisión objetiva. En la práctica, ocurre todo lo contrario.
Steve Francia, ingeniero con experiencia en Google, MongoDB y múltiples startups, lo ha visto repetirse una y otra vez: equipos enteros que cambian su tecnología no por necesidad, sino por orgullo o identidad. En una de sus primeras empresas, un CTO ordenó reescribir toda la plataforma en Perl, simplemente porque era su “lenguaje insignia”. El resultado: la productividad se hundió y la compañía quebró antes de despegar.
Años después, en Google y MongoDB, Francia descubrió que el patrón seguía vivo. Lenguajes como Rust, Go o Python se elegían más por moda o pertenencia que por análisis. “Cuando un directivo dice que va a migrar todo a Rust porque todos hablan de Rust, no está tomando una decisión técnica, está reafirmando quién es”, explica.
El cerebro del programador y la identidad del código

La neurociencia tiene una respuesta bastante inquietante. Investigaciones con resonancia magnética funcional (fMRI) han demostrado que, cuando se desafían las creencias centrales de una persona, el cerebro activa las mismas zonas que responden al miedo o al dolor físico: la amígdala y la corteza insular.
Es decir, cuando alguien cuestiona nuestro lenguaje de programación favorito, no lo vivimos como un debate lógico, sino como una amenaza personal.
Nuestro cerebro no busca argumentos, busca defensa.
Por eso, un programador de Rust puede sentir el mismo tipo de impulso emocional que un fanático de fútbol cuando alguien critica a su equipo. En ambos casos, se pone en juego la identidad. No se discute sobre sintaxis, sino sobre pertenencia.
Francia lo resume con ironía: “No somos desarrolladores que usan Rust. Somos rustaceans”.
La industria entera construida sobre sesgos

Este fenómeno tiene un precio real. Según el informe Developer Coefficient de Stripe, los ingenieros dedican el 42 % de su tiempo a manejar deuda técnica, buena parte originada por decisiones emocionales: migraciones innecesarias, frameworks elegidos por moda o reescrituras sin sentido.
Cada cambio de lenguaje implica reaprender, recontratar y rehacer. A largo plazo, el coste puede alcanzar la mitad del presupuesto de desarrollo de un producto. Y todo por un impulso casi tribal: pertenecer a un grupo, mantener una etiqueta profesional, sostener una narrativa personal.
Francia propone una cura parcial: reconocer el sesgo. “No se trata de eliminar la emoción —eso es imposible—, sino de ponerle precio”, dice. Antes de preguntar qué lenguaje es mejor, conviene preguntarse cuánto nos costará cambiarlo.
El código como espejo de la identidad
En el fondo, el debate sobre lenguajes es el reflejo de una tensión humana más profunda: queremos sentir que nuestras elecciones significan algo. Cada programador ve en su lenguaje una forma de expresarse, una cultura y, en cierto modo, una bandera.
La paradoja es que esa pasión —la misma que impulsa la innovación— también puede cegarnos. Y en esa mezcla de ego, curiosidad y pertenencia, el software moderno sigue construyéndose, línea a línea, como si cada fragmento de código dijera: yo también quiero tener razón.