Un equipo de Canadá ha desarrollado una microbatería elástica y biodegradable, capaz de alimentar sensores y wearables sin usar metales pesados. Su secreto está en la gelatina, los ácidos naturales y un diseño que imita el kirigami japonés.
Durante décadas hemos avanzado hacia dispositivos cada vez más pequeños, más inteligentes y más conectados. Pero había un problema que nadie sabía resolver del todo: ¿qué pasa con las microbaterías cuando cumplen su función? La mayoría acaban en vertederos, liberando metales pesados y compuestos que permanecerán ahí durante siglos. Un equipo de la Universidad McGill, en Canadá, cree haber encontrado una respuesta inesperada. Y empezó —literalmente— con un limón.
La idea es tan sencilla como ingeniosa, cuenta EcoInventos. Los investigadores recordaron el experimento escolar de clavar dos metales en un cítrico para encender una bombilla y se preguntaron si algo así podría escalarse hacia una batería real, elástica y biodegradable. El primer paso fue sustituir los electrolitos líquidos por gelatina, un material blando, biocompatible y fácil de moldear. Luego incorporaron magnesio y molibdeno como electrodos: dos metales relativamente benignos, capaces de degradarse sin dejar residuos tóxicos.
Había un obstáculo. El magnesio, al contacto con la gelatina, formaba una capa pasivadora que bloqueaba la reacción electroquímica. Ahí reapareció el limón. Los investigadores añadieron ácido cítrico y ácido láctico al gel, logrando romper esa capa y permitir un flujo constante de iones. El resultado fue mejor de lo esperado: más voltaje, más estabilidad y una vida útil significativamente más larga, sin sacrificar la biodegradabilidad.

Pero lo que realmente convierte a esta batería en algo único es su diseño. Inspirándose en el kirigami, el arte japonés de cortar y plegar papel, crearon un patrón que permite que la celda se estire hasta un 80 % sin perder rendimiento. Eso la hace ideal para dispositivos que deben doblarse, adaptarse al movimiento y soportar tensiones constantes: ropa inteligente, sensores biomédicos o implantes temporales que no requieren cirugía para retirarlos.
Para probar su durabilidad, construyeron un sensor de presión del tamaño de una uña. La microbatería —de apenas 1 × 1 cm— lo alimentó sin problemas. Ofrece menos potencia que una pila AA, pero es más que suficiente para la mayoría de los wearables y sensores que funcionan con microcargas.
La prueba final llegó cuando la batería se agotó. Tras sumergirla en una solución salina, la gelatina y el magnesio se descompusieron por completo en menos de dos meses. El molibdeno tardó un poco más, pero sin generar residuos peligrosos ni contaminación duradera.
Este avance no pretende competir con las grandes baterías de litio. Lo que propone es una alternativa tangible a la acumulación masiva de residuos electrónicos. En un mundo lleno de sensores, implantes temporales y dispositivos desechables, una batería que “vive lo necesario y luego desaparece” podría marcar un nuevo estándar tecnológico.